Hace un mes llegué a Florencia con dos maletas, una ilusión, y seiscientos euros. Tenía la escuela pagada, al igual que tres meses de renta y una montaña de fe. Eran las doce de la noche cuando toqué la puerta de María, las campanadas de la Santa Croce lo confirmaban, ella salió a recibirme, me saludó como si nos conociéramos de tiempo, y se podría decir que así era, llevábamos más de seis meses hablando y escribiéndonos por WhatsApp. Me ayudó con las maletas, las subimos a un pequeño elevador antiguo con puertas de madera que deben asegurarse muy bien antes de que el elevador se cierre, si no, corres el riesgo de quedar atrapado quién sabe por cuánto tiempo, no tiene un botón de seguridad que haga un escandalo, si algo pasara, con suerte lo alcanzaría a escuchar el portero, que nunca está en su lugar; fue la primera y última vez que lo usé.

Mi apartamento está en el segundo piso, la escalera es muy cómoda, no tengo problema en subirla y bajarla dos o tres veces al día, en realidad lo he tomado como parte de mi rutina aeróbica. Al entrar por primera vez, los ojos se me salieron de la emoción; el lugar donde viviré los primeros meses es toda una obra de arte.

Me recibió el cuidador de mi castillo, una gárgola de un poco más de un metro de alto, de caliza dura y estructura de metal como las de los castillos viejos. Le puse el nombre de Gru. Hoy Gru y yo somos amigos, él es el encargado de proteger mi templo, me cuida y yo le doy los buenos días a diario, le platico mis aventuras, le leo mis historias, le enseño mis cuadros y nos despedimos por las noches.

Gru vive en el pequeño recibidor justo antes de una sala que es de doble altura, el techo es una cúpula que tiene un fresco antiguo de colores cálidos, muy parecido al que hay en mi recamara, que está arriba del comedor; es un tapanco con vista a la sala. El apartamento es pequeño, pero al tener los techos tan altos y tan bien aprovechados, luce mucho más amplio y cómodo. Frente de Gru se encuentra una escalera muy angosta con alfombra roja que lleva a mi habitación, me siento la princesa del Castillo.

En realidad sí vivo en un palacio, esas residencias eran para los jefes de estado o familias reales; hoy los dueños de este edificio, que son descendientes de estos personajes, decidieron hacerlo apartamentos para estudiantes o familias que van de paso y lo acondicionaron dejando su estructura original. Soy muy afortunada de vivir aquí. Bienvenidos a Vía Ghibellina número 73 sin numero interior, no tengo timbre, pero tengo cinco llaves y paso cuatro puertas antes de llegar a la mía, es un laberinto lleno de historias y nostalgia.

Todos los días camino a la escuela de Leonardo Da Vinci, en Vía Maurizio Bufalini 3, a ocho minutos a pie. Salgo de casa al cuarto para las nueve, lo sé por las campanadas, desde que llegué aquí mi horario se basa en su musical ir y venir, todas las iglesias tocan al cuarto para la hora y a la hora en punto y eso es suficiente para organizarme. No tengo reloj y he decidido no cargar con celular, para tomar fotos tengo una cámara que, aunque cabe en la palma de mi mano, tiene un gran lente, que te acerca las cosas como un telescopio y tiene una pantallita que se dobla para que puedas tomar selfies y videos, lo mejor es que pasa todo a mi teléfono y a la computadora sin cable. Una curiosidad del siglo XXI

En la esquina antes de llegar a la escuela hay un pequeño cafecito blanco con rosa, “Pasticceria Zani”, cada mañana paso por mi capuchino grande “da portare vía”, es decir, para llevar. Pido capuchino, no café capuchino, aquí el único café es el expreso, o sea, que aquí no pides un expreso, pides café y te dan una pequeña tacita que te tomas en dos o tres tragos como máximo. Lo demás son bebidas con café, pero cada una tiene su nombre, como el machiato, que es expreso manchado (eso quiere decir machiato) con un poco pero casi nada de leche, menos que un cortado, y también está el café con leche en vaso, que es el latte machiato. Hay cafeterías en cada esquina, se llaman pasticceria o bar, cada una pone su precio, he llegado a pagar de 1.45 hasta 6 euros por un capuchino, dependiendo de la zona, el tamaño del vaso y el tipo de café, todos son buenos, para mí saben a cielo en el mejor día de verano. Claro que sí existe un lugar donde hacen el mejor capuchino del mundo, es cremoso, espeso, con olor a buenos días. Ese sólo lo tomo los domingos, ya que es un lujo pagar diario 4 euros por un café de “Le Vespe” (Kitchen & Bar) que está en la esquina en frente de mi apartamento. Lo descubrí hace apenas dos semanas, siempre está lleno y la fila es de, por lo menos, 20 personas.

Saliendo de clases de italiano, ya pasado el medio día, camino por Borgo Pinti,  paso por Piazza Gaetano Salvemini llena de pequeños lugares para el almuerzo, sigo por Guissepe Verdi, la cual me lleva a Via Ghibelina, a esta hora inundada con el olor a aceite de oliva y tartuffo, pomodoro  y albahaca, salume y quesos. Me he dado cuenta que después de un mes de vivir aquí ya no me fijo en las calles, ni en el color de los edificios, mi guía son los olores, los restaurantes y los mercados.

Hoy escribo, pinto y voy a clases de italiano, tomo capuchino, como pasta y visito todos los museos. No tengo un trabajo, ni una empresa, nadie me paga un sueldo; hoy me siento libre, no me pongo azul, ni me da vértigo. Si hubiera sabido esto el día en que nací, no hubiera cambiado nada, todas las historias tienen su curso y lo mejor de todo es que esta aún no termina.